Reflexiones. En el vertiginoso
vaivén de la vida, donde cada segundo parece fundirse con el siguiente, a
menudo nos sumergimos en las complejidades del día a día sin reflexionar sobre
la presencia divina que nos rodea. En el crisol de nuestras luchas y alegrías,
en ese incesante trajín, hay un pensamiento reconfortante: Dios nunca parpadea. Esta afirmación trasciende el simple acto
fisiológico y adquiere un significado espiritual profundo.
Imaginemos por un
momento el concepto de parpadeo humano. Es un instante fugaz en el cual
cerramos y abrimos los ojos, privándonos temporalmente de la visión. Sin
embargo, cuando aplicamos esta idea al Todopoderoso, descubrimos una verdad
reveladora: Dios nunca parpadea. No hay interrupción en Su atención, no hay
oscilación en Su presencia. Está constantemente vigilante, sin descanso ni
pausa.
Esta reflexión nos
invita a comprender que, mientras nuestras vidas pueden ser efímeras y
cambiantes, la vigilancia divina es eterna e inmutable. Dios no pierde de vista ni un solo detalle de nuestras existencias.
En los momentos de alegría, Él sonríe con nosotros; en la tristeza, nos abraza
con compasión. Su mirada está fija en cada paso que damos, en cada lágrima que
derramamos y en cada risa que compartimos.
La Escritura nos
recuerda en Jeremías 1:5: "Antes que te formase en el vientre te conocí, y
antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones". Este
versículo resalta la preexistencia del conocimiento divino sobre nuestras
vidas, revelando que Dios no solo está presente en el ahora, sino que también
estaba allí desde antes de nuestro primer aliento. Su
mirada nos abraza desde la eternidad misma.
En la vorágine de
nuestras preocupaciones y ocupaciones diarias, a veces dudamos de la conexión
divina. Sin embargo, la realidad es que Dios siempre escucha nuestras
oraciones. Aunque nuestras palabras puedan parecer tenues en medio del bullicio
del mundo, Él las captura con una claridad que supera cualquier interferencia
terrenal. Nuestras súplicas no caen en oídos sordos; son recibidas con amor y
sabiduría divina.
El Salmo 34:15
proclama: "Los ojos de Jehová están sobre los justos, Y atentos sus oídos
al clamor de ellos". Esto no solo es una promesa, sino una verdad que
fortalece nuestra fe. La oración se convierte en un puente que une lo terrenal
con lo celestial, permitiéndonos experimentar la cercanía de un Dios que nunca
parpadea y cuyos oídos están siempre inclinados hacia nosotros.
En este mundo lleno
de distracciones y ruido, recordemos que
Dios nunca parpadea. Su mirada constante y Su escucha atenta nos aseguran
que no estamos solos en nuestro peregrinaje terrenal. Que esta verdad sea un
faro que guíe nuestros pasos y nos consuele en los momentos de incertidumbre.
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Te invitamos a tomarse un momento en su ajetreada jornada para reflexionar sobre la certeza reconfortante de que Dios nunca parpadea. Que esta verdad inspire la confianza y fortalezca la conexión espiritual. Compartamos esta reflexión con aquellos que puedan necesitar recordar que, en medio de las vicisitudes de la vida, hay un Dios que nunca pierde de vista a Sus hijos.
¿Te has
detenido a pensar en ello hoy?
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