El cambio climático borra templos centenarios en Budalang’i, pero no la fe de cientos de cristianos que adoran entre el barro, bajo lonas o en barcos. “Perdimos nuestros muros, pero no a nuestro Dios”.
Noticias Cristianas. En la ribera occidental de Kenia, donde el lago Victoria
devora lentamente las aldeas de Budalang’i, las inundaciones no solo arrasan
con casas y cultivos, sino también con iglesias. Decenas de templos cristianos
han sido tragados por las aguas en los últimos años. Pero lo que parecía el fin
se ha convertido en un poderoso testimonio de fe: los creyentes siguen
adorando, aun sin techo, aun sin tierra firme, confiando en que Dios camina con
ellos... incluso sobre las aguas.
El
agua se llevó los muros, no la esperanza
Cada domingo, el pastor Pascal Ogutu camina descalzo
sobre el barro cuarteado donde alguna vez se alzaba su iglesia, Free
Pentecostal Fellowship in Kenya. A su alrededor, lápidas sumergidas y ruinas
salpicadas de juncos dan testimonio del abandono. En noviembre, su santuario
colapsó tras meses de lluvias intensas. Hoy, el lugar donde oficiaba bodas y
bautismos es solo silencio mojado.
“Esto era tierra santa”, susurra Ogutu, “pero el agua se
llevó nuestra memoria, nuestra adoración… nuestro altar”.
Y no es el único. En todo Budalang’i, decenas de iglesias han quedado
sumergidas o estructuralmente dañadas. Algunas contaban con más de 50 años de
historia. En sus bancas lloraron generaciones; bajo sus techos oraron madres e
hijos. Hoy, el nivel del lago ha subido más de dos metros en cinco años,
dejando iglesias, escuelas y cementerios bajo el agua.
Una
crisis climática que golpea la fe
“Lo que vemos no es solo una inundación. Es el colapso
espiritual de comunidades enteras”, afirma Godfrey Khamala, experto en clima y
coordinador local. “Estas iglesias son señales de alarma: nos muestran cómo el
cambio climático no solo destruye tierra y techo, sino también identidad,
cultura y fe”.
La deforestación, el mal drenaje y el calentamiento
global intensifican cada año el drama. El dipolo del océano Índico —un fenómeno
climático— ha traído lluvias impredecibles y extremas a África Oriental. Y
mientras el agua sube, los cristianos kenianos bajan del púlpito al barro.
Las iglesias que antes eran centros de vida, ahora se
celebran bajo árboles de mango, en carpas de lona, en salones improvisados…
incluso en barcos. Los bancos de madera han sido reemplazados por esteras y
sillas plásticas. Los niños cantan entre charcos, y los pastores predican con
los pies mojados.
“Ya no somos una iglesia de muros. Somos una iglesia de
corazones”, afirma el pastor John Musumba, cuya congregación pentecostal perdió
su templo en 2022. “El
evangelio no necesita concreto. Necesita almas”.
Una
fe más viva que nunca
Pese al dolor, los cristianos de Budalang’i no se rinden.
Algunos construyen iglesias provisionales en terrenos más altos. Otros
organizan caminatas de oración interdenominacionales, clamando por justicia
climática. “No podemos predicar esperanza si ignoramos el agua que nos rodea”,
insiste el pastor Moses Okello.
Mary Anyango, de 58 años, solía asistir a misa en la
Iglesia de Cristo, una estructura de hormigón que hoy yace medio sumergida.
“Aquí enterramos a nuestros mayores. Aquí encontré a Jesús”, dice entre
lágrimas, mientras hoy adora bajo un árbol, junto a sus vecinos. “Parece que
Dios está más lejos… pero seguimos llamándolo”.
El pastor John Musumba en Kenia, cerca del lago Victoria. (Foto de Tonny Onyulo)
Aun así, la asistencia ha bajado. Los ancianos no pueden
caminar por el lodo. Los diezmos se reducen. Las comunidades más pobres apenas
pueden levantar una lona o comprar terreno nuevo. “Estamos todos intentando
huir cuesta arriba… pero no hay espacio para todos”, lamenta el catequista
Vincent Okumu.
Sin embargo, en medio de todo, algo permanece. Algo incluso se fortalece. “Dios no se fue”, afirma el predicador Patrick Okumu, que hoy lidera estudios bíblicos bajo un baobab. “Él está con nosotros… en la tormenta, en la pérdida, en la reconstrucción”.
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Hoy, en Budalang’i, las campanas ya no suenan desde los
campanarios. Pero se alzan otras voces: de fe, de resistencia, de esperanza.
Cada oración entre el lodo es una declaración de vida. Cada canto bajo la
lluvia, una prédica silenciosa al mundo: “La Iglesia no ha muerto. Solo se ha mudado al barro”.
Y mientras las aguas suben, también lo hacen los corazones dispuestos a creer que Dios aún está presente. En el dolor. En la reconstrucción. En cada lágrima que cae… como una semilla en tierra mojada. “Señor, no nos pases de largo, incluso cuando suban las aguas.”
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